viernes, 27 de mayo de 2011

La herencia mercantil de Hipócrates











El médico cura, sólo la naturaleza sana. Hipócrates
Mi papá es médico y es algo de lo que siempre me he sentido orgullosa. Quizá sea un poco “colgarte” cuando te sientes orgulloso de la vocación de otro y más cuando se trata de tu papá, digo, es raro toparte con alguien que no se sienta orgulloso del suyo. En lo personal, me enorgullece la nobleza de la profesión de mi padre, además de sus cualidades personales.
Ver llegar pacientes en la madrugada era cosa común en casa, acompañar a papá a consultas a domicilio, lo era también. Así como lo era (aún es) recibir javas de tomates o chiles, alguna servilleta bordada o cosas por el estilo como pago de honorarios. La práctica de la medicina ha cambiado mucho en poco tiempo. No puedo afirmar que mi papá sea un médico “de los de antes” porque no lo es. A pesar de haber sido pensionado hace poco por el ISSSTE, de donde aún le llegan pacientes a buscarlo a su consultorio particular, sigue ejerciendo, sigue actualizándose y sigue acudiendo como asistente, como moderador de mesas o como ponente a congresos de pediatría, su especialidad. Pero digamos que el Doctor Cano no está de acuerdo con muchas de las prácticas de la medicina de hoy.
Como podrán imaginar, las pláticas sobre medicina y ética son constantes en casa. La idea de ver cómo la medicina se ha mercantilizado, por decirlo de alguna manera, es una de las más criticables. Si bien, toda profesión debe ser remunerada, es terrible ver “ofertas” de servicios médicos como de venta de casas. Simplemente, la salud, no debería ser tratada como mercancía, partiendo de la base de que es un Derecho Humano. El hecho de que empresarios como los Vázquez Raña y el mismo Carlos Slim, le hayan entrado a los servicios hospitalarios con campañas publicitarias agresivas, ofertas en servicios médicos que tan sólo de ver los precios dan muestra del trato que ofrecen y lo peor, la forma en que “contratan” y “tratan” a su personal, las presiones a las que lo somenten, con cuotas de pacientes para poder ejercer en sus instalaciones, por ejemplo, nos indica que saben que esto de la salud, es un lucrativo negocio para ellos y nada más.
Desafortunadamente, al vivir en un país en el que las instituciones de salud públicas son insuficientes para el número de pacientes que deben atender, es normal que este tipo de negocios tengan tanto éxito.
Tanto el ISSSTE como el IMSS se han vuelto una carga muy onerosa para el gasto público, sin embargo esto no quiere decir que los servicios que brinden correspondan al presupuesto que se les asigna. De todos es sabido que gran parte del presupuesto que les corresponde se va en gastos burocráticos y en fraudes, sí, en grandes fraudes, que se cometen y se pagan con el dinero de todos los derechohabientes. Para muestra, el caso descrito en La Saga IMSS capítulo 1 y capítulo 2 al que cualquiera se puede enfrentar (no es que quiera ser yo ave de mal agüero, pero el azar indica que puede ser así).
Ni qué decir del viacrucis que tiene que pasar cualquier derechohabiente que solicite los servicios de dichas instituciones. A leguas se nota que ni el personal ni las instalaciones son suficientes, lo cual provoca desde esperas interminables, hasta negligencia, pasando por malos tratos, falta de medicamentos y suministros, instalaciones en pésimas condiciones, sobreexplotación del personal que labora ahí, desgaste personal y emocional, etcétera. En resumidas cuentas esta institución que tanto nos cuesta a todos los mexicanos no cumple con la labor para la cual fue creada. Ni entrar en detalles con lo relacionado a pensiones y demás derechos sociales que debería prestar y que bien sabemos, en un futuro a corto plazo está a punto de tronar y llevárselo todo por la mala administración que impera. Pero por ahora, ahí la dejamos.
De ninguna manera podría yo satanizar el servicio médico que se brinda. A pesar de lo antes expuesto, no tengo herramientas suficientes para hacerlo. Al contrario, conozco de muchos casos de éxito, ejemplos de medicina de vanguardia que se realizan en las clínicas por parte de  investigadores y médicos de ambos institutos. Loable labor dadas las precarias condiciones en las que trabajan, no queda más remedio que aplaudirlo. Pero esto no exime a la institución de sus defectos, de sus carencias, de la insensibilidad y falta de empatía de gran parte de su personal. Eso no se puede ocultar.
Lo más triste del caso, en cuestiones de salud, se refleja en la gran cantidad de mexicanos que ni siquiera tienen acceso a estos deficientes servicios. Las cifras de “éxito” que se manejan en el Seguro Popular, no son algo de lo que el gobierno federal debiera ufanarse, al contrario, nos indican que hay millones de mexicanos, que por alguna causa, no pueden acceder a estos institutos con las que como trabajadores en su mayoría, deberían contar. Alguien no está haciendo lo que le corresponde.
Al estar a expensas de dichas instituciones públicas y sus deficiencias, nos damos por bien servidos quienes además, tenemos acceso a un seguro de gastos médicos mayores particular. Ya sea por estar pagándolo personalmente, o bien, por ser una de las prestaciones del lugar de trabajo. Cualquiera pensaría que ya con eso, estás del otro lado. Y sí, definitivamente, tienen sus ventajas, te sientes de alguna manera “asegurado” valga la redundancia, al tenerlo. Sabes que en caso de un imprevisto al menos, no quedarás desfalcado. En teoría. Pero en la práctica, sabemos que toda la diferencia la hacen los papelitos y las letras chiquitas. Les cuento lo que me pasó, una de las tantas historias que reflejan la nueva forma de hacer medicina privada:
Hace dos semanas estaba en el hospital, acompañando al más pequeño de la minibanda por una operación programada. Al Gordo le detectaron una hernia inguinal, que aunque no le causaba molestia, debía ser extirpada para que no llegara a ser peligrosa.
Desde el momento en que casualmente se la detectamos y el pediatra urólogo confirmó el diagnóstico hasta la operación, transcurrieron casi 4 semanas de tramitología y burocracia digna de una institución pública o de caridad.
Al momento en que el especialista supo de qué se trataba, lo primero que nos preguntó fue si contábamos con algún seguro de gastos médicos mayores. Después de decirnos que la operación no era grave, que sería una intervención sencilla comenzó inmediatamente a explicarnos todo lo relacionado con los trámites de la aseguradora, los papeles que nos pedirían, que no nos preocupáramos por que se ajustara al tabulador, que lo haría y su equipo de trabajo también, que revisáramos con calma los documentos que nos entregaran y un largo etcétera. Es decir, la consulta médica, se convirtió en una sesión de asesoría en tramitología. Todo para terminar diciéndonos que la fecha de operación dependía de la fecha en que nos diera el “pase” la aseguradora y que pidiéramos por escrito dicha autorización, pues le acababa de pasar con una pacientita que al estar en el quirófano, a los papás les avisaron que los gastos no quedarían cubiertos sino que se irían por reembolso y ya se imaginarán el soponcio del papá.
Salimos del consultorio más aturdidos por todo lo relacionado con la aseguradora que por el diagnóstico. Nos tranquilizaba saber que no era grave y que estábamos en buenas manos, no sólo por la experiencia del médico sino también por su calidad humana. Después de haber pasado por un caso de negligencia y al enterarte de tantos otros, esto último lo agradeces.
A partir de ese momento todo fue vueltas a la oficina de la aseguradora, que si traiga este papel, llene este otro, que el médico llene este otro, que si aunque tenga seguro, entre el deducible y una simpática tarifa llamada “coaseguro” (whatever that means) de todos modos teníamos que desembolsar una lana; que si resolvían en 7 días hábiles pero se atravesaba el 5 de mayo y no trabajaban, así que se resolvería hasta el viernes, pero como era viernes, hasta el lunes y para más seguridad, el martes, que ya estaba el “pase” pero faltaba la firma del médico de la compañía y así… hasta que finalmente, nos dieron el famoso “pase”  por escrito y tal como lo pronosticó nuestro médico, la operación se realizó ese mismo día por la noche.
Se imaginarán cómo nos tenían los días de incertidumbre. El no poder planear nada y estar a expensas de una señorita tras un escritorio y otros tantos señoritos en sus escritorios en el DF, para luego llegar a un hospital donde primero firmas un contrato donde te comprometes a tantas cosas bizarras  como a no hacerlos responsables en caso de que el enfermo se caiga de la camilla (sic) pasando por un inciso que dice que el paciente debe salir en silla de ruedas del hospital forzosamente y que antes de abandonar el mismo debes recopilar hasta 5 firmas para constatar que ya pagaste y que liberas a la institución de toda responsabilidad  para luego entregar un pase de salida a un policía.
Reconozco que esto no es nada comparado con el calvario que tantos otros tienen que pasar. Como bien se dice, hasta que no padeces enfermedad, no aprecias la salud. Llega un momento en que agradeces que no sea nada grave, agradeces que haya sido detectado a tiempo, que estés en buenas manos y que cuentes con un seguro, no importa los días y los trámites que te hagan pasar. Siempre podría ser peor. Siempre volteas a un lado y te topas con historias de lucha verdadera, entonces reconoces que lo tuyo no es nada y dejas de quejarte, que para eso es la vida, para toparte con cosas que te hagan apreciarla cada instante.
La salud se ha mercantilizado hoy más que nunca, parece que conforme la ciencia y la tecnología avanzan, se van dejando de lado los principios y la ética para cambiarlos por frías cláusulas de contratos, presupuestos y letras chiquitas.

viernes, 6 de mayo de 2011

De la sufrida mujer moderna a Jude

Me han mandado el mismo texto varias veces, dicen que es un monólogo que dijo Adela Micha, como muchos otros escritos que circulan como mail o que te puedes encontrar en algún blog y que le adjudican a algún personaje más o menos conocido, la verdad es que no creo que sea de su autoría, se le conoce como el Monólogo de la mujer moderna y considero inútil repetirlo en este espacio pues estoy segura lo habrán leído.
Sobra decir que estoy en total desacuerdo con semejante texto. Favor de no confundir, esto no quiere decir que sea yo un ejemplar del feminismo a ultranza. No, nadie en mi situación podría considerarlo así. Pero creo que todas esas ideas del estilo “tiempos pasados fueron mejores” en cualquier aspecto, no van conmigo.
Además de haber leído el texto que comento, en varias reuniones he escuchado la misma idea, con distintas variables, pero que en esencia implican lo mismo: las mujeres de hoy estamos mal, por culpa de las feministas ahora trabajamos y andamos en friega todo el día y los hombres nos tienen miedo. En el fondo quisiéramos vivir como en otro tiempo, era mejor la vida de mujeres hogareñas de antes… y bla, bla, bla…
Me apasiona la Historia, nada disfruto más que saber cómo era la vida en otro tiempo, en otras tierras, en épocas en las que no me tocó vivir y el cómo poco a poco las cosas se fueron transformando.  Esto me sirve para poder decir que no, definitivamente no apoyo la tesis de que las mujeres de antes eran más felices que las de ahora, así nada más porque sí y tengo varias razones para sostener esto.
En primer lugar, y repito, no soy feminista a ultranza, creo que lo menos que podemos hacer las cómodas mujeres modernas es agradecer a quienes se la partieran porque gozáramos de tantos privilegios. No sólo hablo de las participantes activas de la lucha por la liberación femenina y sus logros, sino también por quienes han permanecido silenciosamente en algo que podría ser considerado “la resistencia”, quienes no se dejaron, quienes no permitieron que se les levantara una mano encima, quienes se atrevieron a salir a las calles a trabajar, quienes se atrevieron a denunciar algún abuso, quienes permitieron a sus maridos compartir la crianza de sus hijos, quienes se atreven a manifestar libremente sus preferencias y gustos aún cuando no las comparten con su pareja, quienes no tienen miedo a mostrarse débiles ¿Con qué cara les podemos salir nosotras, las privilegiadas, quienes gozamos de todos los resultados de las luchas peleadas por otras para decir que queremos volver a ser señoras “de las de antes”?
Esto no quiere decir que se haya ya alcanzado la equidad de género. Por supuesto que no, aún quedan muchas batallas por pelear, de esto ya he comentado antes y precisamente por eso considero que no es momento de bajar la guardia. Las cifras así lo indican, no es momento de cruzarnos de brazos, simplemente, por nuestras hijas, no lo debemos hacer.
Cada que en una plática alguien saca a relucir el argumento de que la mujer estaba mejor antes, guardada en su casa, bordando, atendiendo al marido y a los hijos, según mi humor y las ganas que tenga o no de alegar con quien sustenta esto (aunque no lo crean, a veces, por más que le echo ganas, nomás no tengo ganas de alegar), me dispongo a sacar todos mis argumentos en defensa del nuevo rol de la mujer, enlisto los nuevos privilegios que gozamos, repito algunos ejemplos de las cosas que considero no les gustaría vivir y que las mujeres antes tenían que soportar, si es necesario les hablo de aquello de “pedir permiso al marido” y demás pesadillas que por supuesto, por más “chapadita a la antigua” que estén, estoy segura no les gustaría vivir. A veces con esto logro que reivindiquen su posición, otras tantas, estoy segura me tiran a loca y me dicen que sí para que no siga yo con mi recuento, pero en el fondo de su ser, siguen sosteniendo su postura.
Dudo mucho que a alguien le gustaría volver a los tiempos en que se pedía autorización para todo, en los que se pasaba de ser “la hija de” para convertirse en “la señora de” sin que el matrimonio en si tenga nada de malo. Simplemente, considero que es muy satisfactorio saber que se puede tener logros personales, más allá de sólo adherirse a los de alguien más para luego pasarse la vida quejándose por haber abandonado los sueños propios.
Quienes como yo, están casadas, con hijos y trabajan fuera de casa (me molesta que se presuponga que las mujeres que no trabajan fuera de casa, simplemente, no trabajan) muy seguido nos entra la angustia por saber si vamos bien, si vale la pena el esfuerzo, si vamos por buen camino al haber tomado la decisión de tener esta “doble vida”. Tengo muchos motivos de los que echo mano cuando estas dudas y angustias me asaltan, así que cuando es necesario me hago mis lavados de cerebro personales y hoy he decidido compartirlos:
La única manera de hacer felices a quienes nos rodean es siendo felices nosotras mismas, es la única forma de sembrar la felicidad, la alegría y las ganas de vivir. Estas cosas, como muchas otras, se transmiten mejor a través del ejemplo y no hay mejor ejemplo para un hijo que ver a una madre realizada. Ojo aquí, realizarse plenamente no implica forzosamente algo relacionado con el ámbito laboral. Hay muchas maneras de realizarse, de trascender. Dejar huella. Se puede lograr a través de diversas formas, todas muy personales, una de ellas puede ser la realización profesional, pero valen también los estudios, los retos propios, la ayuda a los demás, la participación ciudadana activa, etcétera. Es cuestión de buscar en el cajón de las cualidades, de los gustos, de las afinidades y ahí encontrar para qué se es bueno en esta vida. El darse a los demás de alguna manera, es muy noble y enriquecedor y nos brinda satisfacciones inmensas que después, se ven reflejadas en nuestro espíritu.
Escoger las batallas. No siempre se puede ganar todo. Es padrísimo salirse con la suya en todos los ámbitos, pero desafortunadamente esto no siempre se puede.La sociedad actual nos exige ser madres, esposas y profesionistas excelentes pero hay muchas cosas que no está en nuestras manos resolver, pero no por ello debemos darnos por vencidas, es cuestión simplemente de priorizar. Darle duro a lo que valga la pena, partírsela hasta saber que dimos el máximo esfuerzo cuando de nosotros dependa la resolución de algo importante, sí, IMPORTANTE, es decir, no podemos ir por la vida peleando batallas que de antemano están perdidas, ni declarándole la guerra a cualquier situación que no podamos controlar porque no esté en nuestras manos resolver. Desde las cosas más complicadas hasta las cosas más simples de todos los días que a la larga nos llegan a desgastar tanto como las primeras.
Aprender a delegar. Insisto, las exigencias sociales nos han convertido en unas controlfreaks paranoicas. Creemos que nadie puede hacer las cosas tan bien como nosotros. Esto va desde los asuntos de trabajo más simples hasta cuestiones de la crianza de los hijos que nos impiden compartir, y por qué no decirlo, ser ayudadas por nuestra pareja o familiares cercanos que de buena gana podrían hacerlo. Compartir las obligaciones nos ayuda a relajarnos, para esto, es de vital importancia que entendamos que los demás están ahí para apoyarnos y que lo hacen de buena voluntad. Que nuestra pareja ama de la misma manera a nuestros hijos y sería incapaz de permitir que les pasara algo malo, así que a apechugar y darle chance a los otros de ser parte importante de nuestra vida. El mundo gira aceleradamente y no podemos permitir ahogarnos en un vaso de agua y armar panchos enormes por cosas intrascendentes, así que este paso va íntimamente ligado al anterior.
Vuelve a disfrutar las cosas sencillas. Tómate (o si es necesario, róbate) un rato para ti misma, para estar contigo, para gozar las cosas más simples que tanto disfrutas. Si es necesario pedir este tiempo fuera, pídelo. Si crees que tienes que exigirlo, exígelo. Pero ten en cuenta que en ocasiones esa petición o exigencia a quien debes hacérsela es a la autoridad máxima y más exigente: tú misma.
La única manera de no recriminarnos (ni recriminarle a los demás) por los resultados de nuestra vida es tener siempre presente que nuestros actos están en nuestras manos. La única forma de no sentir que actuamos siguiendo solamente patrones establecidos es estando plenamente convencidas de que disfrutamos lo que hacemos, sea lo que sea. Esto por supuesto no implica que algún día no explotemos, que nos sintamos sin rumbo y un poco incomprendidas, pero hay que tener siempre presentes nuestras anclas y nuestras metas, saber hacia dónde vamos y tenerlo claro para poder transmitir esta claridad y paz de espíritu a quienes nos rodean.
Tenemos derecho a estallar de repente. Lo que no se vale es pasarnos el tiempo quejándonos del estilo de vida que llevamos cuando muchas de las cosas que hacemos y de las decisiones que tomamos no dependen de nadie más sino de nosotros mismos. Para eso se ha luchado tanto, para que así sea, para que nuestra vida esté en nuestras manos. Se vale llorar, se vale decir no puedo, se vale pedir ayuda, se vale no tener respuestas para todo y no tener todo bajo control. Lo que no se vale es darse por vencido ni echar culpas a los demás sobre lo que nosotros debemos resolver. No perdamos de vista nuestros sueños ni nuestra capacidad de asombro y de compartir, para recibir más.